Nacido en el impasse entre el 2007 y el 2008, con el nombre de EX. Para el 2013, cuando Infiniti decidió remodelar la casa entera e indexar los nombres de sus vehículos empezando por la letra Q, este modelo pasó a ser conocido como QX50. Aprovechando la reconversión de todo el catálogo, el renacido SUV cambió su aspecto ligeramente, en especial el frontal y toda la zona del portón trasero.
Centímetro arriba o centímetro abajo, es como un Porsche Macan o un Audi Q5. Pero está antes de la frontera de los animales afectados de gigantismo, como su derivado QX70 o, siguiendo con las comparaciones, el Cayenne y el Q7.
Éste es el coche que teníamos delante. Y nos fuimos con él hacia el interior de Cataluña, ignorantes de que allí el invierno también puede ser tramposo y poner las cosas difíciles para los conductores no inveterados.
Entras al coche, está abierto porque en el bolsillo tienes la llave, y al acercarte los cerrojos se bajan. La dejas por algún hueco para cachivaches cuando te acomodas dentro. Hay muchos repartidos por todo el habitáculo, así que te paras un segundo para fijar en tu cabeza el instante en que estás poniendo ese objeto dentro de esa oquedad. Lo haces porque sabes que eres una persona despistada, y que luego no quieres pasarte diez minutos abriendo y cerrando tapetas hasta encontrarlo.
Pulsas el botón de encendido. No te ha costado dar con él. Pero ves que hay veintenas de pulsadores. En la consola central, por todo el salpicadero, en el volante, en el techo, en los asientos, en la pantalla de la consola central.
Hay disparidad de criterios entre el diseño de los comandos de los QX y el modelo de cuño más reciente, la berlina Q50, que opta por dos pantallas táctiles en lugar de una.
Habrá gente que prefiera los botones mecánicos a los iconos de las pantallas semejantes a las tablets. Habrá gente que prefiera lo contrario. Como sea, el QX50 es coche de botones. Tardas un rato en mecanizar tus gestos porque instintivamente ya has asimilado dónde está cada uno de ellos, pero después no fallan, ni hay que estar haciendo intentonas con los dedos hasta que las aplicaciones deciden echar a andar.
El motor se pone en marcha y sientes que tu cuerpo se está moviendo. Es el asiento. Es como un Transformer. Al lado de la puerta hay una botonera para memorizar la altura, la inclinación y la distancia entre el volante y tú. Se puede configurar para dos conductores distintos, y cada vez que apagas o enciendes el coche, hay un momento de nave espacial; la cápsula de la Soyuz colocándose en posición de lanzamiento.
Marcha atrás para salir del aparcamiento: se prende la pantalla de visión trasera y la miras un rato. Las piernas de los transeúntes moviéndose con prisas, en una ciudad como Barcelona, todo el mundo llega tarde a algún sitio.
Metropolis
Asimismo empiezan los pitidos; el vehículo está rodeado en su cuerpo entero de sensores. Un poyete, una persona, una moto, otro coche, una pared… Cualquier cosa que esté cerca y el coche pita para avisarte.
Estos automóviles de envergadura de Segmento D los necesitan. Se agradecen en parado y en movimiento; no le agradará a ningún cliente ir rascando las lustrosas pinturas con nombres de pompa como ‘Moonligh White’, ‘Malbec Black’ o ‘Midnight Garnet’. La pintura es de tecnología autorreparable. Sobre la base teórica, los arañazos livianos desaparecen milagrosamente con el tiempo. Nosotros no lo probamos, por si acaso.
En el tráfico céntrico, no se escucha el barullo. Todo es tranquilo en el QX50. Los asientos que están vivos, y que te calientan las posaderas a la temperatura que les pidas; las luces y los parabrisas que se activan solos, una dirección dulce, una suspensión acomodada.
Está lleno de contradicciones gustosas. Porque es un espécimen de 238 CV con aspecto suntuoso y, sin embargo, una vez dentro, es todo gentileza.
Parece una de esas personas que ahora los ‘coachers’ (ex-terapeutas reciclados para ganarse algún dinero) llaman «individuos pasivo-agresivos». Alguien que podría dedicarse a un trabajo en cuerpos de rescate, que se obsesiona con los autorretratos y los trajes caros, y una vez lo conoces ves que es afectuoso y bondadoso, a veces hasta un sentimentalista.
Seguimos dentro de Barcelona, en el pólipo de callejuelas del barrio de Sarrià. En las estrecheces, otra vez, los sensores de proximidad te salvan, pero no estás cómodo. Demasiado voluminoso para este lugar. Al QX50 no le gustan las capitales, no está hecho para ellas. Quien lo codicie y lo adquiera para recoger niños a la puerta del colegio se está equivocando, y mucho. El motor 3.000 de seis cilindros turbodiesel nos está marcando 18 litros de media en este constante trajín de parar y arrancar cada veinte metros.
La caja automática de cinco velocidades hace su trabajo correctamente, pero muy pronto la saco de su funcionamiento en posición ‘Directa’ y la coloco en secuencial. Ahí me gusta más. Es placentera y erotizante. ‘Click’, una marcha arriba, ‘click’, una marcha abajo: escuchando los pocos decibelios del motor que se cuelan dentro, el instinto de cambiar de marcha por mi voluntad es más agradable. Es algo personal, las manías de cada uno no están para juzgarlas.
’True Faith’
Barcelona está fuliginosa y afeada hoy, el termómetro marca ocho grados. David está a mi lado y juega con la radio. «Ahí, para», le digo cuando salta a una emisora donde empieza a sonar ‘True Faith’.
Oh, sí, ‘True Faith’… New Order. Si no hacía diez años que no escuchaba esa canción… Con los mandos del volante empiezo a escalar en el volumen más y más; increíble, aún recuerdo la letra.
David me grita y yo le grito, pero no nos oímos, es un diálogo de sordos. Ahora reparo en los logotipos de ‘Bose’ que hay por todos los altavoces. Intento contar cuántos hay, pero cuando llevo cinco localizados, me paro. Esto suena muy, muy bien, y un melómano se extasiará con el equipo de audio. Le van a recorrer todas las hormigas del mundo por la sangre, como una septicemia gustosa, al levantar la tapa del maletero y ver que debajo está el amplificador.
Estamos fuera de la ciudad, no más semáforos. El navegador nos está llevando al parque natural de Sant Miquel del Fai por una ruta sin peajes, sólo carreteras secundarias. Me equivoco de desvío siempre, pero el GPS recalcula bien. Y rápido. Y, de todas formas, no tenemos prisa. A más kilómetros hagamos, mejor para todos. Estábamos preocupados por esos 18 litros de gasoil de media que habíamos visto en el ordenador de a bordo, y llegados al punto en que no tenemos ni idea de cuánto vamos a estar conduciendo, decidimos parar a embutirle gasoil al depósito de 80 litros.
En la gasolinera, como ya proyectas en tu mente que cada cosa tiene un botón, buscas el que accione la tapa de la boca de carga. No está aquí, no está allí, no está en este lado tampoco… Al final, David se baja y lo abre con la mano. Y es que no hay mecanismo eléctrico alguno. Para repostar, hay que empujar la tapeta y desenroscar el tapón. A decir verdad, agradezco que el coche me deje hacer alguna cosa a mí.
All Wheel Drive
Ahora cae una lluvia pesada, primer aviso para los incautos que no consultaron el parte meteorológico antes de decidir que hoy irían tan arriba sobre el nivel del mar. El poco tráfico es cada vez más lento. La tracción integral no tiene problemas para tragarse los requiebros de la carretera. Aún cuando el asfalto es malo, aún cuando estos SUV elefantiásicos están penalizados por su altura, el Infiniti es rápido, no se balancea ni titubea, y el reparto de fuerza entre las cuatro ruedas no te deja experimentar siquiera una sola vez cómo funciona el programa de control de estabilidad.
Cierto que para ser un crossover es inusualmente bajo, pero aún así tiene formas de coche offroad, y en apariencia no debiera engancharse tan fuerte al suelo.
En las rectas hundes el pedal del acelerador al fondo. Al final del recorrido del pedal hay un tope, y si aprietas más, aún cede otro poco; es la función ‘kick-down’, el acceso a toda la fuerza mecánica, un truco para el pie derecho que es frecuente en los proyectos de los pactos Nissan-Renault.
La intención no es rebasar el límite de velocidad, si no comprobar con qué brío puede catapultar el motor los 2.470 kilos en bruto que figuran en la ficha técnica y, más concretamente, qué contundencia poseen los frenos. Adivina qué: ninguna queja.
Younes El Jadir y la Comunidad de los Torpes
La lluvia se vuelve aguanieve. Con esta luz, la vista de las montañas salinas, los robles, los pinos gemelos y los bojes hacen que el corazón se salte algún latido. Esta zona de la geografía ibérica es de un preciosismo parnasiano; cada árbol, cada promontorio parece colocado en el lugar perfecto dentro de una estructura más grande que nosotros.
Hora de hacer algunas fotos. Orillamos el coche donde empieza un sendero de tierra. Hay una cadena impidiendo el paso; «coto de caza privado», señala una placa comida por la intemperie y el robín. Pero hacia un lado se abre un rellano pequeño, a la par de la carretera.
Salgo del coche antes de decidir si entramos ahí o no. Le echo un vistazo, pero no veo lo que cualquier otro ser humano más en contacto con el medio natural hubiera visto; que se acercaba un temporal de nieve, que estaba encima nuestro, de hecho. Ignorante y estulto, me meto en el QX y le digo a David «parece un buen sitio. Está plano, no hay piedras, y me atrae el paisaje».
Quince o veinte metros de distancia, no más. Este sistema AWD del Infiniti nos transporta sin exabruptos, siempre tan implacable, tan amable. Los copos de nieve se hacen más grandes, más insistentes, más hipnóticos. Camino lejos del coche y enciendo un puro fino, de esos que los cubanos llaman ‘señoritas.’
Me estoy calando en la nieve, y el campo, el coche y las copas de los árboles acumulan motas blancas. Heidi o Marco canturreando en la pradera. Pero en menos de un minuto, se rompe la tontuna. Un nevazo de mil demonios. Disparo las fotos deprisa, el puro se moja y se apaga. Corro hacia el Infiniti, quiero volver a la carretera y… No puedo. No se mueve, ni hacia delante ni hacia detrás.
«¡¡¡Idiota, idiota, idiota. Estas ruedas son de asfalto!!!» Unas Bridgestone de veraneo y tiempo benévolo, con un código de velocidad muy por encima de los 200 km/h, porque esto es un automóvil rápido.
Lo que necesito aquí y ahora son unas ruedas de invierno, unas M+S. Porque me apeo del vehículo y David se queda al volante, y el reparto de tracción está haciendo lo que está en mano; empuja con el eje delantero, empuja con el eje trasero, empuja con todo a la vez; demasiado barro, demasiada nieve.
¿Es culpa del coche? No. Esto es enteramente obra de mi estolidez. El QX está configurado de fábrica para correr y para viajar; eso sí le complace, y aquí el indicador de consumo baja al punto razonable. En el caso de vivir en una zona como ésta, o de ser tan torpe como yo, necesitas las ruedas adecuadas.
Los neumáticos para condiciones invernales no se contemplan ni como opción extra. Has de montarlos en un taller aparte. Yo sugeriría a Infiniti que los tuvieran en el catálogo de personalización
El teléfono de los servicios de emergencia está colapsado, el de la policía también. La tormenta de nieve está desplegando su efecto mariposa; debe haber un buen puñado de alertas e incidencias en marcha. Veníamos de cándidos y de pardales, con zapatitos y guantes de seda, y ahora estoy aterido, al pie de la carretera, haciendo señales a todo el que pasa, pero no se detiene nadie.
Al final, un turismo pone los cuatro intermitentes, y se baja el cristal, derramando nieve sobre el costado. Un chico que se llama Younes El Jadir (él lo pronuncia algo así como Iuniesh).
Va intercambiando entre un catalán perfecto y un castellano perfecto mientras charlamos, y se ríe de nosotros. Nos lleva a David y a mí a casa del señor Joan, el mecánico. Desde el coche de Younes miro al QX50 varado, haciéndose pequeño hasta que lo pierdo de vista en una curva.
Al señor Joan lo pillo al punto de meterse la primera cucharada de sopa en la boca. Son las tres de la tarde. Nos observa a David y a mí, y nos está midiendo, y no sabe si darme una patada en el trasero o apiadarse. Pero debo tener una expresión de perro apaleado, porque se enfunda una chaqueta, agarra una cuerda larga y nos mete a todos dentro de un Nissan Patrol de la Era Mesozoica. Bronco, rudo e irrompible. Pero, sobre todo, con las ruedas que le pertocan para estos climas.
Llegamos a la explanada, el señor Joan y Younes le atan la cuerda al gancho del QX50, y desde el Patrol nos remolcan esos ridículos pero insalvables 15 o 20 metros. Sin pestañear y sin esfuerzo; el Patrol apenas ha de revolucionar el motor. Libres.
Me abrazo al señor Joan y a Younes. Y el señor Joan se mofa de mí. Por embarazosa que sea la situación, me lo tengo que tragar. Les digo que nos vayamos a comer, les pregunto si he de pagar alguna cosa. El señor Joan responde que a él lo dejemos tranquilo, que se vuelve para su casa con su mujer. Younes debe estar pasándoselo bien, porque se quiere quedar un rato más con nosotros. Y nos guía hasta un bar para comer unos bocadillos y que se nos pase el frío.
Ni el señor Joan ni Younes sabrán nunca que salvaron mi pellejo y que me dieron una ración de humildad. Y si alguna vez leen esto, deberían tener en cuenta que son esa clase de gente que marca la diferencia, y que, de vez en cuando, la fe en el ser humano se puede recuperar.
Pasamos por un túnel de lavado al volver a Barcelona. Aquí ni llueve ni nieva ni nada de nada. Le quitamos el barro a la carrocería y seguimos jugando con el cambio de marchas en posición secuencial.
Un animal magnífico, un conductor nulo.
Nota: Esta prueba ha sido posible gracias a Quadis, la mayor red de concesionarios y talleres en España.