De estas conversaciones de cafetín, un conocido me confesó: «tengo la impresión que todos los coches son iguales». Le respondí que el asunto lleva en debate, como poco, medio siglo. Los físicos, los ingenieros, los matemáticos y los filósofos cavilan en torno a este aspecto uniformador que está tomando el ambiente.
Son tiempos de repeticiones y, acaso hubo un momento de originalidad en la especie humana, eso no se puede saber.
«Verá usted», le añadí, «el horror por las cosas sin aspecto ni sabor no ha comenzado en la automoción». Las señas que yo tengo son de la arquitectura. Los proyectistas de edificios y los urbanistas son los que empezaron a preocuparse por los calcos de las construcciones.
Nada nuevo
En ‘Aquí París’ (1955), Pío Baroja explicaba que las ciudades le parecían todas facsímiles, que se había escamoteado el carácter y la personalidad de los países. El ensayo de Baroja, en lo que he visto en las bibliotecas, se publicó por la mitad del siglo XX, pero estaba escrito en el exilio francés durante la segunda guerra civil española, con lo cual, sus divagaciones ya venían de los años treinta.
La primera herramienta que debía amolar el arquitecto era su cabeza. Había que ser un tanto físico; un tanto economista; un tanto albañil; un tanto geólogo; un tanto psicólogo y un tanto artista. Delante de un solar, debía pasarse horas, días y meses dibujando, calculando y tomando decisiones. Y en este mecanismo de accionar los dedos, colorear, emborronar y desechar bocetos, salían los fenómenos mentales; las ideas.
Una casa o un bloque de viviendas, luego, tenía tres heridas que hacían mal viso a la industria: lentitud, unicidad y costes. Pero se cogitaba; un equipo de personas masticaba pensamientos y ensayaba resoluciones de dificultades. Las mentes eran hondas, de una profundidad mayor a más experiencia se abrazaba con la edad.
Esta novela trasmuta el argumento al multiplicarse los ordenadores. La historia está bien contada en ‘Superficiales’ (2010) y ‘Atrapados’ (2014), libros de Nicholas Carr. Queda muy poco artesano y muy poco erudito a estas fechas.
Un modus operandi muy extendido
La construcción de coches asistida por computadoras inicia una rampa enorme sobre la mitad de los años setenta del XX. La instalación de este modelo de diseñar pisos, muebles, ropa, coches o cualquier ítem por medio de programas es abono industrial: modelos nuevos cada semana. El defecto mariposa es que el rasgo distintivo o único de las cosas ha ido directo a la obliteración.
Computer Aided Design (CAD) o Diseño Asistido por Computadora; Computer Aided Manufacturing (CAM) o Fabricación Asistida por Computadora; Computer Aided Engineering (CAE) o Ingeniería Asistida por Computadora son acrónimos que apasionan.
Los programas (softwares) de diseño no le piden al individuo que sepa dibujar, medir, calcular u observar el medio; razonar porqué un pez nada más rápido que otro, o un pájaro es más veloz que el resto. Tampoco se ha de comprender demasiado la física; ya no hay que discurrir y, por supuesto, se carece de tiempo para topar con problemas y buscar arreglos.
Los CAD, CAM y CAE llegan con un paquete de algoritmos que están preestablecidos por los programadores, un número limitado de líneas, curvas y geometrías, y también de colores y materias primas. Y de esos parámetros no se puede huir. Por fuerza, todos los diseños que se obren con estos programas serán repetitivos, pues la máquina obliga a diseñar conforme a su normativa.
A este movimiento cuasi místico que prospera hoy lo han bautizado ‘Parametricismo’ y, como se ha comentado más arriba, tiene abonados muy fogosos. Las máquinas han progresado hasta trabajar con cualquier sustancia; algunos diseños arrebujan telas, metales, gomas y maderas, y se dan un aire exótico y de mesmerismo. Hay una enormidad de sugestionados por el Parametricismo.
Al inicio, se dejó a los programadores la función de pensadores; ellos debían ensanchar algoritmos y parámetros conforme se descubriesen errores, compuestos químicos o se demandasen productos con estilos resucitados de la antigüedad. La premisa fue, es y, me temo, será siempre engolosinar a los ojos.
Este colectivo, a su vez, va experimentando molestias frente a sus mismos ordenadores, porque se va expandiendo la programación asistida por computadora, Computer Aided Programming (CAP). Esto es, programas para fabricar programas. Los parámetros cada vez son menos elaborados por seres humanos y, al último, todo aparenta una rueda de molino empujada por un asno; corsés y miriñaques a la imaginación, la asfixia al pensamiento.
«No se extrañe usted, entonces», seguí argumentándole a este conocido mío tan desencantado con los coches, «que si una empresa de programación reanima al biscúter, salgan éstos de todas las marcas y tamaños, aunque el desempeño del vehículo sea nefando. Ya lo retirarán cuando la moda haga la veleta hacia otros parámetros.»
¿Seguro que es lo mejor?
Por el año 2012, leí en varias revistas un titular salido de una entrevista a Fernando Alonso, por entonces en el equipo de Fórmula 1 de Ferrari. Decía, más o menos: «no luchamos contra Vettel, luchamos contra Adrian Newey.»
Nada sé de este señor Newey, salvo que en los retratos figura siempre dibujando con rotuladores, compases, escuadras, reglas, semicírculos y cartabones; no le he visto por la televisión todavía con una tableta y una pantalla de CAD.
Manfred Spitzer, en ‘Demencia Digital’ (2013), explana la opinión de los neurólogos en fecha de hoy. Mientras el ingeniero dibuja, su cerebro discurre, propone y arriesga. Esto hacía, con mucha probabilidad, que los Red Bull estuvieran varios segundos delante de los monoplazas paramétricos. Y que este año, aún flojeando en motores y estando Newey medio fuera del proyecto, Ricciardo y Verstappen se engarben a los podios.